Traducción del artículo Inmigration – and the Curse of the Black Legend, de Tony Horwitz, publicado en The New York Times el 9 de julio de 2006, realizada por el autor de este blog, que además no quiere que nada ni nadie publique en ningún lado total o parcialmente sin su consentimiento previo y por escrito y citando su origen y autor, tanto de la traducción como del texto original. Avisados quedan.
En el debate sobre la inmigración se suele dar por sentado que la historia de América está grabada en piedra inglesa, concretamente, en la Roca de Plymouth. También se oye hablar de Jamestown, y más ahora que nos acercamos a su 400 cumpleaños, y por si todo esto no fuera suficiente, John Smith era inglés (incluso le puso el nombre a Nueva Inglaterra).
Y de entre los gritos de aquellos que reclaman más control sobre las fronteras, destaca el Senado afirmando la verdad inmutable de que el inglés es la lengua nacional; «la llevamos en la sangre», según Lamar Alexander, republicano de Tennesee. Los vigilantes fronterizos se hacen llamar Minutemen, rememorando el Massachusetts colonial mientras cazan hispanos en el desierto del suroeste. Hasta los sin papeles invocan a los fundadores ingleses con pancartas que dicen «Los Padres Peregrinos no tenían papeles».
Estos recién llegados saben muy bien de qué hablan; cuatro de las preguntas en los exámenes para conseguir la nacionalidad hablan de los Padres Peregrinos. A los futuros ciudadanos americanos no se les pide saber qué sucedió en este continente antes de que el Mayflower avistara tierra en 1620. Y la verdad es que muy pocos americanos lo saben tampoco.
Esta amnesia nacional no es nueva, pero es cegadora y paradójica, justo cuando algunos políticos avisan de la amenaza que para nuestra cultura e identidad representa la invasión de inmigrantes que cruzan la frontera mexicana. Si los americanos se molestasen en informarse, se encontrarían con lo que Al Gore llamaría una verdad incómoda. La primera época de lo que ahora son los Estados Unidos fue española, no inglesa, y el rechazo a esa herencia tiene su origen en tópicos antiquísimos que aún hoy día salpican el debate sobre la inmigración.
Pero olvidemos por un momento los millones de indios que habitaban este continente más de 13.000 años antes de que llegara nadie, y pongamos el reloj a cero en el momento en que comienza la presencia europea en lo que hoy en día son los Estados Unidos de América. Los primeros en llegar no fueron los vikingos, que llegaron a Canadá en el año 1000, ni Colón, que llegó a las Bahamas en 1492. Fue un español, Juan Ponce de León, quien en abril de 1513 desembarcó en una exuberante orilla a la que bautizó como La Florida.
La mayoría de los americanos asocian la primera presencia de los españoles en el hemisferio norte con Cortés en México y Pizarro en Perú. Pero fueron españoles los primeros en llegar a lo que hoy en día son los Estados Unidos. Tres décadas después de la llegada de Ponce de León, los españoles se convirtieron en los primeros europeos en llegar a los Apalaches, al Mississippi, al Gran Cañón y a las Grandes Praderas. Barcos españoles surcaron toda la costa este, llegando hasta lo que hoy es Bangor (Maine), y por la costa del Pacífico hasta Oregón.
De 1528 a 1536, cuatro náufragos de una expedición española, entre ellos un moro ‘negro’, recorrieron el camino que va desde Florida hasta el golfo de California, 267 años antes de que Lewis y Clark se embarcaran en su mucho más conocida y mucho menos penosa excursión. En 1540, Francisco Vázquez de Coronado condujo a 2,000 españoles e indios mexicanos a través de la frontera actual de Arizona y México -justo por donde se inauguró el primer puesto fronterizo de Minutemen- y llegó hasta el centro de Kansas, muy cerca del centro geográfico de lo que son hoy los Estados Unidos. En resumen, los españoles ya habían explorado la mitad de los estados que forman los Estados Unidos antes de que los ingleses intentaran establecer su primera colonia en Roanoke Island (Carolina del Norte).
Y los españoles no se limitaron a explorar, sino que se asentaron, construyendo el primer asentamiento europeo permanente en los Estados Unidos continentales en San Agustín (Florida), en 1565. Santa Fé (Nuevo México), también es anterior a Plymouth; más tarde llegaron los asentamientos españoles de San Antonio, Tucson, San Diego y San Francisco. Los españoles llegaron incluso a establecer una misión jesuita en la bahía de Chesapeake, en Virginia, 37 años de que los ingleses fundaran Jamestown en 1607.
Más aún, dos icónicas leyendas americanas también tienen antecedentes españoles. Casi 80 años antes del supuesto rescate de John Smith por Pocahontas, un hombre llamado Juan Ortiz, en una historia sorprendentemente similar, contó cómo había sido rescatado de su ejecución por una mujer india. También fueron españoles los primeros en celebrar un día de acción de gracias, 56 años antes que los Padres Peregrinos, cuando compartieron un estofado de cerdo con garbanzos con indios de Florida en algún sitio de San Agustín.
La historia de la América del Norte española está muy bien documentada, al igual que la exhaustiva exploración llevada a cabo en el s.XVI por franceses y portugueses; entonces ¿por qué los americanos se agarran a un mito centrado en un grupo de ingleses que llegaron después, los Padres Peregrinos, que ni siquiera fueron los primeros ingleses en asentarse en Nueva Inglaterra, ni los primeros europeos en llegar a Plymouth Harbor? (antes hubo una colonia efímera en Maine y los franceses fueron los primeros en llegar a Plymouth).
La respuesta corta es que la historia la escriben los vencedores y los españoles, al igual que los franceses, fueron los grandes derrotados en la lucha por este continente. También habría que tener en cuenta que muchos de los principales escritores americanos e historiadores de primeros del s.XIX eran nativos de Nueva Inglaterra, que elevaron a los Padres Peregrinos a un status mítico (la victoria del Norte en la guerra civil sirvió como un motivo más para quitarle importancia a lo que sucedió en Virginia). Y bien entrado ya el s.XX, los manuales de historia y los libros de texto casi ni mencionaban a los primeros españoles en Norteamérica.
Si bien es verdad que nuestro lenguaje y sistema jurídico reflejan la herencia inglesa, no es menos cierto que el papel jugado por los españoles fue crucial. Los descubrimientos españoles espolearon a los ingleses en su intento de colonizar América y allanaron el camino para el éxito final de estos. Muchos aspectos clave en la historia americana, como la esclavitud africana o el cultivo de tabaco tienen su origen en el borroso siglo español que precedió a la llegada de los ingleses.
Y hay otra herencia aún menos conocida de esta primera época que explica por qué hemos borrado lo español de nuestra historia. A finales del s.XVIII, al final de la guerra de la independencia, España aún reivindicaba como suyo prácticamente la mitad del territorio de los Estados Unidos (en 1775, barcos españoles lograron llegar hasta Alaska). Y cuando las 13 colonias se le hicieron pequeñas a los colonos americanos, la nueva nación tenía hambre de tierra española. Y para hacerse con ella utilizaron como excusa un arma muy práctica, una serie de tópicos con cientos de años de antigüedad conocidos como la ‘leyenda negra‘.
Dicha leyenda tiene su origen en las luchas religiosas y rivalidades imperiales de la Europa del s.XVI. Los europeos del norte, que odiaban a la católica España y envidiaban su imperio americano, publicaron una serie de libros y grabados sangrientos en los que se describía la colonización española como paradigma de la barbarie: una auténtica orgía criminal de avaricia, matanzas y depravación papal, una inquisición a escala continental.
Aunque simplista y a todas luces exagerada, la leyenda tenía algo de verdad. Juan de Oñate, el conquistador que colonizó Nuevo México, castigó a los indios Pueblo cortándoles las manos y los pies y luego los esclavizó. Hernando de Soto encadenó a los indios por el cuello y les hizo cargar con la impedimenta de su ejército para atravesar el sur. Los nativos eran echados a los perros y quemados vivos.
Pero también hubo españoles con conciencia en el Nuevo Mundo: el más notable un monje dominicano llamado Bartolomé de las Casas, cuya defensa de los indios hizo que la corona española aprobara leyes para proteger a los nativos. Y debemos tener en cuenta que los españoles no eran los únicos en cometer atrocidades; los colonos ingleses no les iban a la zaga. Los Puritanos eran bastante más intolerantes con los nativos que los españoles y los colonos de Virginia tenían tanta o más hambre de oro que cualquier conquistador. Pero nada consiguió borrar el estigma de la leyenda negra, no ya en Europa, sino en los recién nacidos Estados Unidos.
“Los angloamericanos”, escribe David J. Weber, el eminente historiador de la Norteamérica española, “heredaron el tópico del español cruel, codicioso, traicionero, fanático, supersticioso, cobarde, corrupto, decadente, indolente y autoritario”. Cuando los chauvinistas americanos del s.XIX se apropiaron de esta caricaturización para justificar la invasión de territorio español (y más tarde mexicano), añadieron algo de su cosecha: la mezcla de la raza hispana, india y africana había creado una raza inferior. Para Stephen Austin, la guerra de Texas contra México era una guerra contra la barbarie y los principios despóticos, declarada a la civilización y la estirpe angloamericana por una raza bastarda de negros, indios e hispanos. El Destino Manifiesto de los americanos blancos era apropiarse y civilizar esas tierras dejadas de la mano de Dios, igual que lo era hacerse con el territorio de los indios salvajes.
Entre 1819 y 1848, los Estados Unidos y su ejército se apropiaron de un área equivalente a un tercio de su territorio a expensas de españoles y mexicanos, incluidos los que son hoy en día tres de los cuatro estados más poblados: California, Texas y Florida. Los hispanos se convirtieron en los primeros ciudadanos americanos en los recién anexionados territorios del suroeste y siguieron siendo mayoría en varios estados hasta el s.XX.
Para entonces, la leyenda negra ya había empezado a diluirse. Pero parece haber renacido de mano de los más acérrimos enemigos de la inmigración, cuya retórica evoca ecos de la antigua hispanofobia y del chauvinismo de los expansionistas del s.XIX. J.D. Hayworth, diputado por Arizona, que pide la deportación de los inmigrantes ilegales y cambiar la constitución para que los hijos nacidos en los Estados Unidos no puedan obtener la ciudadanía, denuncia a “los derrotistas y pusilánimes contrarios a defender nuestra cultura” contra la “invasión” extranjera. Aquellos que se oponen a la oficialidad del inglés, añade, “rechazan la idea de la existencia de una identidad americana, o que, de haberla, sea superior a cualquier otra”.
Tom Tancredo, diputado por Colorado, presidente de los Militantes de Base por la Reforma de la Ley de Inmigración, describe la inmigración ilegal como “un azote” instigado por un “culto al multiculturalismo” que tiene a la nación “cogida por el cuello”. “Estamos cometiendo un suicidio cultural”, dice el Sr. Tancredo. “los bárbaros que tenemos a las puertas solo necesitan darnos un empujón para que la civilización occidental se desmorone como fichas de dominó”.
En los debates en la radio y en la internet, los enemigos de la inmigración utilizan categóricamente los tópicos de la leyenda negra, catalogando a los hispanos como indolentes, como un lastre para el contribuyente americano; sanguijuelas de la seguridad social, delincuentes en potencia y ajenos a nuestros valores, muy parecidos a aquellos degenerados españoles que vinieron a enriquecerse sin escrúpulos en vez de con el honesto sudor de su frente. Como mínimo, estos insultos son totalmente racistas. Y de hecho, lo único que falta en esta nueva lista de tradicionales pecados latinos es la crueldad con los indios.
También falta, por supuesto, perspectiva histórica sobre los 500 años de presencia española en las Américas y su desigual fortuna comparada con la intrusión anglosajona. “El mundo hispano no llegó a los Estados Unidos”, observa Carlos Fuentes, “sino que los Estados Unidos llegaron al mundo hispano. Quizá sea un acto de justicia poética y ahora el mundo hispano deba volver”. América siempre ha sido una tierra diversa y cambiante, el hogar donde han cohabitado diferentes lenguas y culturas. Es un homenaje a nuestra historia, y no una traición a esta, acoger con hospitalidad al recién llegado, como no hace tanto tiempo hicieron los indios con aquellos Padres Peregrinos que llegaron de últimos y a los que nadie había invitado.