La Maldición de la Leyenda Negra.

Traducción del artículo Inmigration – and the Curse of the Black Legend, de Tony Horwitz, publicado en The New York Times el 9 de julio de 2006, realizada por el autor de este blog, que además no quiere que nada ni nadie publique en ningún lado total o parcialmente sin su consentimiento previo y por escrito y citando su origen y autor, tanto de la traducción como del texto original. Avisados quedan.


En el debate sobre la inmigración se suele dar por sentado que la historia de América está grabada en piedra inglesa, concretamente, en la Roca de Plymouth. También se oye hablar de Jamestown, y más ahora que nos acercamos a su 400 cumpleaños, y por si todo esto no fuera suficiente, John Smith era inglés (incluso le puso el nombre a Nueva Inglaterra).

Y de entre los gritos de aquellos que reclaman más control sobre las fronteras, destaca el Senado afirmando la verdad inmutable de que el inglés es la lengua nacional; «la llevamos en la sangre», según Lamar Alexander, republicano de Tennesee. Los vigilantes fronterizos se hacen llamar Minutemen, rememorando el Massachusetts colonial mientras cazan hispanos en el desierto del suroeste. Hasta los sin papeles invocan a los fundadores ingleses con pancartas que dicen «Los Padres Peregrinos no tenían papeles».

Estos recién llegados saben muy bien de qué hablan; cuatro de las preguntas en los exámenes para conseguir la nacionalidad hablan de los Padres Peregrinos. A los futuros ciudadanos americanos no se les pide saber qué sucedió en este continente antes de que el Mayflower avistara tierra en 1620. Y la verdad es que muy pocos americanos lo saben tampoco.

Esta amnesia nacional no es nueva, pero es cegadora y paradójica, justo cuando algunos políticos avisan de la amenaza que para nuestra cultura e identidad representa la invasión de inmigrantes que cruzan la frontera mexicana. Si los americanos se molestasen en informarse, se encontrarían con lo que Al Gore llamaría una verdad incómoda. La primera época de lo que ahora son los Estados Unidos fue española, no inglesa, y el rechazo a esa herencia tiene su origen en tópicos antiquísimos que aún hoy día salpican  el debate sobre la inmigración.

Pero olvidemos por un momento los millones de indios que habitaban este continente más de 13.000 años antes de que llegara nadie, y pongamos el reloj a cero en el momento en que comienza la presencia europea en lo que hoy en día son los Estados Unidos de América. Los primeros en llegar no fueron los vikingos, que llegaron a Canadá en el año 1000, ni Colón, que llegó a las Bahamas en 1492. Fue un español, Juan Ponce de León, quien en abril de 1513 desembarcó en una exuberante orilla a la que bautizó como La Florida.

La mayoría de los americanos asocian la primera presencia de los españoles en el hemisferio norte con Cortés en México y Pizarro en Perú. Pero fueron españoles los primeros en llegar a lo que hoy en día son los Estados Unidos. Tres décadas después de la llegada de Ponce de León, los españoles se convirtieron en los primeros europeos en llegar a los Apalaches, al Mississippi, al Gran Cañón y a las Grandes Praderas. Barcos españoles surcaron toda la costa este, llegando hasta lo que hoy es Bangor (Maine), y por la costa del Pacífico hasta Oregón.

De 1528 a 1536, cuatro náufragos de una expedición española, entre ellos un moro ‘negro’, recorrieron el camino que va desde Florida hasta el golfo de California, 267 años antes de que Lewis y Clark se embarcaran en su mucho más conocida y mucho menos penosa excursión. En 1540, Francisco Vázquez de Coronado condujo a 2,000 españoles e indios mexicanos a través de la frontera actual de Arizona y México -justo por donde se inauguró el primer puesto fronterizo de Minutemen- y llegó hasta el centro de Kansas, muy cerca del centro geográfico de lo que son hoy los Estados Unidos. En resumen, los españoles ya habían explorado la mitad de los estados que forman los Estados Unidos antes de que los ingleses intentaran establecer su primera colonia en Roanoke Island (Carolina del Norte).

Y los españoles no se limitaron a explorar, sino que se asentaron, construyendo el primer asentamiento europeo permanente en los Estados Unidos continentales en San Agustín (Florida), en 1565. Santa Fé (Nuevo México), también es anterior a Plymouth; más tarde llegaron los asentamientos españoles de San Antonio, Tucson, San Diego y San Francisco. Los españoles llegaron incluso a establecer una misión jesuita en la bahía de Chesapeake, en Virginia, 37 años de que los ingleses fundaran Jamestown en 1607.

Más aún, dos icónicas leyendas americanas también tienen antecedentes españoles. Casi 80 años antes del supuesto rescate de John Smith por Pocahontas, un hombre llamado Juan Ortiz, en una historia sorprendentemente similar, contó cómo había sido rescatado de su ejecución por una mujer india. También fueron españoles los primeros en celebrar un día de acción de gracias, 56 años antes que los Padres Peregrinos, cuando compartieron un estofado de cerdo con garbanzos con indios de Florida en algún sitio de San Agustín.

La historia de la América del Norte española está muy bien documentada, al igual que la exhaustiva exploración llevada a cabo en el s.XVI por franceses y portugueses; entonces ¿por qué los americanos se agarran a un mito centrado en un grupo de ingleses que llegaron después, los Padres Peregrinos, que ni siquiera fueron los primeros ingleses en asentarse en Nueva Inglaterra, ni los primeros europeos en llegar a Plymouth Harbor? (antes hubo una colonia efímera en Maine y los franceses fueron los primeros en llegar a Plymouth).

La respuesta corta es que la historia la escriben los vencedores y los españoles, al igual que los franceses, fueron los grandes derrotados en la lucha por este continente. También habría que tener en cuenta que muchos de los principales escritores americanos e historiadores de primeros del s.XIX eran nativos de Nueva Inglaterra, que elevaron a los Padres Peregrinos a un status mítico (la victoria del Norte en la guerra civil sirvió como un motivo más para quitarle importancia a lo que sucedió en Virginia). Y bien entrado ya el s.XX, los manuales de historia y los libros de texto casi ni mencionaban a los primeros españoles en Norteamérica.

Si bien es verdad que nuestro lenguaje y sistema jurídico reflejan la herencia inglesa, no es menos cierto que el papel jugado por los españoles fue crucial. Los descubrimientos españoles espolearon a los ingleses en su intento de colonizar América y allanaron el camino para el éxito final de estos. Muchos aspectos clave en la historia americana, como la esclavitud africana o el cultivo de tabaco tienen su origen en el borroso siglo español que precedió a la llegada de los ingleses.

Y hay otra herencia aún menos conocida de esta primera época que explica por qué hemos borrado lo español de nuestra historia. A finales del s.XVIII, al final de la guerra de la independencia, España aún reivindicaba como suyo prácticamente la mitad del territorio de los Estados Unidos (en 1775, barcos españoles lograron llegar hasta Alaska). Y cuando las 13 colonias se le hicieron pequeñas a los colonos americanos, la nueva nación tenía hambre de tierra española. Y para hacerse con ella utilizaron como excusa un arma muy práctica, una serie de tópicos con cientos de años de antigüedad conocidos como la ‘leyenda negra‘.

Dicha leyenda tiene su origen en las luchas religiosas y rivalidades imperiales de la Europa del s.XVI. Los europeos del norte, que odiaban a la católica España y envidiaban su imperio americano, publicaron una serie de libros y grabados sangrientos en los que se describía la colonización española como paradigma de la barbarie: una auténtica orgía criminal de avaricia, matanzas y depravación papal, una inquisición a escala continental.

Aunque simplista y a todas luces exagerada, la leyenda tenía algo de verdad. Juan de Oñate, el conquistador que colonizó Nuevo México, castigó a los indios Pueblo cortándoles las manos y los pies y luego los esclavizó. Hernando de Soto encadenó a los indios por el cuello y les hizo cargar con la impedimenta de su ejército para atravesar el sur. Los nativos eran echados a los perros y quemados vivos.

Pero también hubo españoles con conciencia en el Nuevo Mundo: el más notable un monje dominicano llamado Bartolomé de las Casas, cuya defensa de los indios hizo que la corona española aprobara leyes para proteger a los nativos. Y debemos tener en cuenta que los españoles no eran los únicos en cometer atrocidades; los colonos ingleses no les iban a la zaga. Los Puritanos eran bastante más intolerantes con los nativos que los españoles y los colonos de Virginia tenían tanta o más hambre de oro que cualquier conquistador. Pero nada consiguió borrar el estigma de la leyenda negra, no ya en Europa, sino en los recién nacidos Estados Unidos.

“Los angloamericanos”, escribe David J. Weber, el eminente historiador de la Norteamérica española, “heredaron el tópico del español cruel, codicioso, traicionero, fanático, supersticioso, cobarde, corrupto, decadente, indolente y autoritario”. Cuando los chauvinistas americanos del s.XIX se apropiaron de esta caricaturización para justificar la invasión de territorio español (y más tarde mexicano), añadieron algo de su cosecha: la mezcla de la raza hispana, india y africana había creado una raza inferior. Para Stephen Austin, la guerra de Texas contra México era una guerra contra la barbarie y los principios despóticos, declarada a la civilización y la estirpe angloamericana por una raza bastarda de negros, indios e hispanos. El Destino Manifiesto de los americanos blancos era apropiarse y civilizar esas tierras dejadas de la mano de Dios, igual que lo era hacerse con el territorio de los indios salvajes.

Entre 1819 y 1848, los Estados Unidos y su ejército se apropiaron de un área equivalente a un tercio de su territorio a expensas de españoles y mexicanos, incluidos los que son hoy en día tres de los cuatro estados más poblados: California, Texas y Florida. Los hispanos se convirtieron en los primeros ciudadanos americanos en los recién anexionados territorios del suroeste y siguieron siendo mayoría en varios estados hasta el s.XX.

Para entonces, la leyenda negra ya había empezado a diluirse. Pero parece haber renacido de mano de los más acérrimos enemigos de la inmigración, cuya retórica evoca ecos de la antigua hispanofobia y del chauvinismo de los expansionistas del s.XIX. J.D. Hayworth, diputado por Arizona, que pide la deportación de los inmigrantes ilegales y cambiar la constitución para que los hijos nacidos en los Estados Unidos no puedan obtener la ciudadanía, denuncia a “los derrotistas y pusilánimes contrarios a defender nuestra cultura” contra la “invasión” extranjera. Aquellos que se oponen a la oficialidad del inglés, añade, “rechazan la idea de la existencia de una identidad americana, o que, de haberla, sea superior a cualquier otra”.

Tom Tancredo, diputado por Colorado, presidente de los Militantes de Base por la Reforma de la Ley de Inmigración, describe la inmigración ilegal como “un azote” instigado por un “culto al multiculturalismo” que tiene a la nación “cogida por el cuello”. “Estamos cometiendo un suicidio cultural”, dice el Sr. Tancredo. “los bárbaros que tenemos a las puertas solo necesitan darnos un empujón para que la civilización occidental se desmorone como fichas de dominó”.

En los debates en la radio y en la internet, los enemigos de la inmigración utilizan categóricamente los tópicos de la leyenda negra, catalogando a los hispanos como indolentes, como un lastre para el contribuyente americano; sanguijuelas de la seguridad social, delincuentes en potencia y ajenos a nuestros valores, muy parecidos a aquellos degenerados españoles que vinieron a enriquecerse sin escrúpulos en vez de con el honesto sudor de su frente. Como mínimo, estos insultos son totalmente racistas. Y de hecho, lo único que falta en esta nueva lista de tradicionales pecados latinos es la crueldad con los indios.

También falta, por supuesto, perspectiva histórica sobre los 500 años de presencia española en las Américas y su desigual fortuna comparada con la intrusión anglosajona. “El mundo hispano no llegó a los Estados Unidos”, observa Carlos Fuentes, “sino que los Estados Unidos llegaron al mundo hispano. Quizá sea un acto de justicia poética y ahora el mundo hispano deba volver”. América siempre ha sido una tierra diversa y cambiante, el hogar donde han cohabitado diferentes lenguas y culturas. Es un homenaje a nuestra historia, y no una traición a esta, acoger con hospitalidad al recién llegado, como no hace tanto tiempo hicieron los indios con aquellos Padres Peregrinos que llegaron de últimos y a los que nadie había invitado.

El Permiso de Fumador

Traducción del artículo The good news is that a Smoker’s Permit will cost only £10. The bad news is how you apply for it, de Charlie Brooker, publicado en The Guardian el 18 de febrero de 2008, realizada por el autor de este blog, que además no quiere que nada ni nadie publique en ningún lado total o parcialmente sin su consentimiento previo y por escrito y citando su origen y autor, tanto de la traducción como del texto original. Avisados quedan.

Artículo original:http://www.guardian.co.uk/commentisfree/2008/feb/18/guardiancolumnists

¡Buenos días, ciudadano! Al grandiosamente llamado Julian Le Grand, Presidente de Salud Inglesa, mesa de consejeros del Ministerio de la Salud, se le acaba de ocurrir una brillantísima idea: permisos para fumadores. Julian Le Grand propone prohibir la venta de tabaco a todo aquel que no muestre su licencia.

La buena noticia para los fumadores es que según Le Grand el permiso rondará los €15. La mala es que quiere que sea lo más difícil posible conseguirlo. Habrá que pagar, rellenar una solicitud, pegar una foto, añadir una fotocopia de un documento que acredite la mayoría de edad, mandarlo todo al Centro de Procesado Central de Permisos de Fumador y esperar a que te lo envíen, aunque para entonces, seamos sensatos, lo más seguro es que ya estés muerto. Ah, y el permiso sólo es válido por un año, así que hay que renovarlo cada vez que caduque.

¿Y por qué parar ahí? ¿Por qué no hacer que caduque a las 24 horas, y así tener que renovarlo todas las mañanas, o ya que estamos, incluir un sudoku en la solicitud, u obligar a las compañías a que vendan los cigarrillos dentro de puzzles japoneses que sean dificilísimos de resolver? ¿Y por qué no -ya puestos- cambiar los nombres de las marcas todas las semanas, sin revelar los nombres, a la vez que se ilegaliza la venta de nada que no se pida por su nombre, para así tener que estar delante del mostrador una hora averiguándolo?

O si no, Julian, mejor ésta: hacer obligatorio para los fumadores salir a la calle con un palo de escoba atravesado a la espalda y por dentro de las mangas de la camisa, para que tengan que pasearse con los brazos abiertos como si fueran espantapájaros. Así, para encender un cigarrillo en esas condiciones tendrían que arreglárselas de dos en dos, haciendo de las zonas de fumadores un show digno del Qué Apostamos.

Y mira por donde, en el mismo informe donde se presenta esta idea también se proponen «incentivos para que las medianas y grandes empresas faciliten una hora de ejercicio diaria para el personal». Bienvenido al futuro: por si no fuera poco tener que ir a trabajar sufriendo las punzadas del síndrome de abstinencia porque la licencia para fumar hoy no estaba en el buzón por la mañana, ahora te obligan a pasarte una hora haciendo flexiones en el parking. Y cada vez que rompas a llorar, se te acerca un tipo con un casco y te recuerda que todo es por tu bien. Gritándotelo al oído con un megáfono.

Y si todo esto te parece una pesadilla, no te preocupes. Puedes librarte de las flexiones sin problema, siempre y cuando estés en posesión del Permiso de Vagancia, cuyo proceso de solicitud consiste en subir por una escalerilla para conseguir los formularios (colgados de una grúa a 30 metros del suelo), marcar 900 casillas con un lapiz de 7 kilos, y por fin depositarla en un buzón motorizado que cada vez que te acercas un poco se escapa corriendo alcanzando velocidades de hasta 40 kilómetros por hora. En otras palabras, que la libertad de elección aún existe. Siempre y cuando lleves encima y en vigor el Permiso para la Libertad de Elección, claro está.

Conseguir el Permiso para la Libertad de Elección es bastante sencillo. Lo único que hay que rellenar en la solicitud es el nombre y los apellidos. Por supuesto, la tienes que presentar en persona en la Agencia para la Expedición del Permiso para la Libertad de Elección, abierta al público de 4 15AM a 4 18AM, y que se encuentra situada en una oficina escondida, sin rótulo alguno, en la selva de la Cochinchina, y por las colas que hay uno diría que han solicitado el permiso miles de personas. El tiempo medio de espera es de nueve semanas, aunque se recomienda llegar temprano para no perder el sitio porque han llegado noticias de disturbios en la cola.

En resumen, que una vez en poder de tu Permiso para la Libertad de Elección eres libre de hacer lo que te plazca, dentro de los límites de lo razonable y siempre y cuando notifiques con seis días de antelación a la Oficina Central del Ojoquetodolové cualquier actividad no aprobada, citando todos y cada uno de los 96 dígitos del código del Permiso para la Libertad de Elección, que no sólo no lo encontrarás impreso por ningún lado en el Permiso, sino que te ha sido confiado una sola y única vez, susurrado al oido a toda velocidad en la ventanilla de la oficina de la Conchinchina por un funcionario sentado tras un altavoz que emite otros números diferentes a un volumen atronador.

Y mira por donde, el Permiso tiene forma de palo de escoba y está diseñado para que lo lleves siempre contigo, atravesado a la espalda, y por dentro de las mangas de la camisa.

Y si no te apetece aguantar todo esto, pues lo único que tendrás que hacer es lo que se te mande, que tampoco está tan mal, para qué nos vamos a engañar. Hay una o cinco horas al día de ejercicio obligatorio y una lista aprobada de cosas que se pueden comer, y ya está. Aún te quedan 10 minutos al día para disfrutar haciendo lo que te dé la real gana, aunque acabamos de prohibir los videojuegos violentos, que te vuelven violento, y hay una o dos ideologías que preferiríamos no comentes ni con tus amigos ni en internet, que es precisamente por eso por lo que no vamos a ponernos a dar Permisos para la Libertad de Expresión de momento, aunque si quieres que te avisemos cuando los tengamos disponibles, puedes reservar sitio sin problema en una de nuestras mazmorras subterráneas y esperar allí hasta que te llamemos, o no te llamemos, o llegue el juicio final. Lo que más tarde en llegar.

Érase una vez que se era que, entre fábulas alegóricas de leones y armarios, a C.S. Lewis le dio por predecir el futuro: «De todas las tiranías» -escribió- «la más opresiva es la ejercida con toda sinceridad por el bien de sus víctimas. Es preferible vivir bajo la bota de unos barones corruptos que bajo omnipotentes legisladores de la moral. La crueldad del barón corrupto puede apagarse a ratos y, llegado un punto, se saciará su avaricia, pero aquellos que nos atormentan por nuestro propio bien nos atormentarán sin tregua alguna, ya que cuentan con la aprobación de su propia conciencia.«

Puedes asentir con la cabeza si quieres y estás de acuerdo con todo esto, siempre y cuando tengas el Permiso de Asentir. No queremos que te duela el cuello, ¿verdad, ciudadano?

¿El fin de la homeopatía?

Traducción del artículo The End of Homeopathy? también titulado A Kind of Magic, de Ben Goldacre, publicado en The Guardian el 16 de noviembre de 2007, realizada por el autor de este blog, que además no quiere que nada ni nadie publique en ningún lado total o parcialmente sin su consentimiento previo y por escrito y citando su origen y autor, tanto de la traducción como del texto original. Avisados quedan.

Artículo original: http://www.guardian.co.uk/science/2007/nov/16/sciencenews.g2

Una y otra vez, estudios científicos rigurosos continúan probando que los remedios homeopáticos no tienen mayor eficacia que la de un simple placebo. Entonces, ¿por qué tanta gente sensata jura que funcionan? ¿y por qué están los homeópatas convencidos de ser las víctimas de una campaña de descrédito? Ben Goldacre investiga un rastro de estadísticas manipuladas, estudios falsos y autoengaños masivos.

Ben Goldacre
The Guardian
Bad Science
Viernes, 16 de noviembre de 2007

 

Algunos aspectos de la medicina «alternativa» pueden parecer inofensivos, pueriles incluso, pero muchos otros deben ser tomados muy en serio. El martes pasado, para mi deleite y disfrute, Jeanette Winterson lanzó una defensa científica de la homeopatía en estas mismas páginas. En su artículo utilizaba palabras sin significado alguno, como «nano», sugería que la homeopatía puede jugar un papel importante en el tratamiento del SIDA en África y denunciaba que en un artículo publicado en el Lancet[1] de hoy se hacía un llamamiento a la comunidad médica para que disuadiera a sus pacientes de que las «medicinas» homeopáticas no reportan beneficio alguno.

Algo debería saber sobre un artículo que yo mismo he escrito, y no dice eso. No se trata de hacer una demostración de rancia autoridad, ya que no tengo ninguna: aparento doce años y hace escasos años que acabé mis estudios de medicina. Digo esto a modo de broma, pero aprovecho para reiterar que la clave de todo este debate reside en mi afirmación de que no dispongo de ninguna autoridad: no estamos discutiendo la opinión de una sola persona y, cuando se presentan con la debida transparencia, no hay absolutamente nada técnico o difícil de entender sobre los resultados (o falta de ellos) de la homeopatía.

Y he aquí el quid de la cuestión. Porque lo que Winterson intenta decirnos, como todo buen devoto de la homeopatía, es que por alguna razón mística inexplicable los poderes curativos de las píldoras homeopáticas son especiales, y por esta misma razón no pueden ser juzgados por los mismos tests que se aplican a cualquier otro medicamento. Esta idea ha calado tan hondo en nuestra cultura médica, apoyada por un sector de la industria ansioso por oscurecer la mismísima definición de prueba, que hay hasta médicos que se la han creído.

Y hasta aquí hemos llegado. La medicina basada en la evidencia[2] es hermosa, elegante, inteligente y por encima de todo, importante. Es gracias a ella que averiguamos qué es lo que nos mata y qué lo que nos cura. En la biblia ya se hablaba en términos parecidos, y me resulta increíble que lo que explico más adelante no se enseñe en los colegios.

Imagínense por un momento hablando con un fan de la homeopatía, alguien que conozcan bien y al que tengan por una persona inteligente y reflexiva. «Mira» -nos diría- «yo lo único que sé es que a mí me cura». Perfecto. No duden ni por un segundo de que eso es cierto. Nada ni nadie puede negarle a los fans de la homeopatía que a ellos les cura.

¿Y no será el efecto placebo? Los dos creen saber qué es el efecto placebo, pero ambos están equivocados. Los misterios de la interacción entre la mente y el cuerpo son mucho más complejos de lo que nunca se admitirá en el básico, mecánico y reduccionista mundo del terapeuta alternativo, donde las pastillas lo hacen todo.

El placebo es mucho más que una pastilla. Es el significado cultural que nosotros le damos a un tratamiento, las esperanzas que depositamos en él, y mucho más. Sabemos que cuatro pastillas curan una úlcera más rápido que dos, que una inyección de suero es más efectiva contra el dolor que una pastilla, que una pastilla verde funciona mejor contra la ansiedad que una roja y también sabemos que un analgésico de marca alivia mejor el dolor que uno genérico.

Los bebés responden al comportamiento y las expectativas de los padres, y el efecto placebo es perfectamente válido para niños y mascotas. Las pastillas placebo sin ingredientes activos provocan reacciones químicas perfectamente mesurables en humanos y animales (siempre y cuando se les haya enseñado a asociar el placebo con un efecto). Podemos afirmar sin duda alguna que el placebo es una de áreas más interesantes de la medicina.

«Bueno, puede ser» -dice nuestro honesto e inteligente paciente de la homeopatía- «no puedo probarte lo contrario, pero no creo que sea eso. Yo lo único que te puedo decir es que a mí la homeopatía me cura».

Vale, ¿pero no podría tratarse de «regresión a la media»? Éste es un fenómeno aún más fascinante. Todas las cosas tienen un ciclo natural, como les encanta decir a los hippies de la new age. A lo largo de una semana, un mes, un año, un dolor de espalda varía en intensidad, se sufren cambios de humor, la hinchazón en una rodilla va y viene, se cogen resfriados y luego se mejora.

Si tomas una pastilla inocua cuando peor te encuentres, lo más normal será que después te sientas mejor, de la misma manera que si sacrificas una cabra después de sacar un doble seis a los dados, lo más probable es que en la próxima tirada saques algo más bajo. Esto es lo que se llama regresión a la media.

«Bueno, a lo mejor sí» -vuelve a decir nuestro honesto e inteligente paciente de la homeopatía- «sigo sin poderlo probar, pero tampoco creo que sea eso. Yo lo que te digo es que a mí la homeopatía me cura».

¿Cómo se podrían descartar estas dos explicaciones que acabamos de dar? Por suerte, los homeópatas han hecho una afirmación simple y clara: nuestras pastillas curan.

Se pueden hacer ensayos clínicos controlados sobre casi cualquier cosa que se quiera comparar: dos métodos de enseñanza, dos formas de psicoterapia o dos crecepelos. Literalmente cualquier cosa. El primer ensayo clínico aparece en la Biblia (Daniel 1:1-16), en el que se comparan los efectos de dos dietas diferentes en el vigor de los soldados. El experimento no es una idea moderna ni difícil de entender, y someter una pastilla a pruebas médicas es muy sencillo.

Los ensayos clínicos-tipo que se realizan con los medicamentos homeopáticos son así: se seleccionan 200 personas y se dividen aleatoriamente en dos grupos de 100. Todos los pacientes visitan a su homeópata y a todos les receta unas pastillas (a los homeópatas les encanta recetar pastillas aún más que a los médicos) para lo que sea que el homeópata les quiera dar las pastillas, y todos van con su receta a comprar las pastillas a la farmacia homeopática. Cada paciente puede recibir una receta diferente, una receta «individualizada», da igual.

Pero ahora viene lo interesante: a un grupo se le dan las pastillas homeopáticas recetadas (lo que quiera que fueran) y a los pacientes del otro grupo se les cambian las pastillas por placebos. Para rizar aún más el rizo, ni los pacientes ni la gente que está llevando a cabo el experimento saben qué tipo de tratamiento está recibiendo cada paciente.

Este prueba se ha hecho con la homeopatía una y otra vez y con ella siempre se llega a la conclusión de que en conjunto, la gente que toma los placebos obtiene la misma mejoría que aquellos a los que se les suministraron las técnicas, auténticas, mágicas y costosas pastillas homeópaticas.

Entonces, ¿cómo es que los homeópatas no paran de decir que hay numerosos ensayos clínicos en los que se demuestra que la homeopatía supera ampliamente al placebo en resultados positivos? Esto se pone interesante. Aquí es donde empezamos a ver cómo los homeópatas, y en realidad cualquier terapeuta alternativo, usan los mismos trucos que las grandes compañías farmacéuticas aún usan de vez en cuando para dar gato por liebre a los médicos.

Sí, hay ensayos clínicos concretos en los que la homeopatía obtiene mejores resultados que el placebo, para empezar porque hay un montón de ensayos en los que no se juega limpio. Por ejemplo, y éste es uno de los ejemplos más simples, en multitud de tests publicados en periódicos y revistas sobre terapias alternativas los pacientes no son «ciegos», es decir, los pacientes sabían si les estaban dando el tratamiento auténtico o el placebo. Así es mucho más probable que el ensayo clínico se decante a favor de la terapia, por razones obvias. No tiene sentido realizar un ensayo clínico si no se realiza con limpieza; entonces deja de ser un ensayo y pasa a ser un ritual de marketing.

También hay ensayos en los que los pacientes no son divididos aleatoriamente entre «homeopatía» o «placebo». Éstos aún son peores. Se debe dividir a los pacientes aleatoriamente usando sobres sellados que contengan números al azar, y sólo abrirlos una vez que el paciente está totalmente registrado en el ensayo. Digamos que se divide a los pacientes por anticipado y se acuerda darle al primer paciente un placebo, al siguiente la pastilla homeopática, y así hasta el final. Si se hace así, la persona que realiza la prueba sabe qué está recibiendo cada paciente antes de decidir quién es apto para realizar el ensayo. Así, un homeópata que realice el ensayo en su clínica sería capaz -quizá inconscientemente- de asignar los pacientes más enfermos al grupo del placebo, y los menos enfermos al grupo de la homeopatía, adulterando así los resultados. Una vez más, éste ensayo no sería limpio.

Si habéis entendido todo esto, os felicito, sois capaces de entender la medicina basada en la evidencia al nivel de un licenciado.

Cuando los médicos dicen que un ensayo clínico es poco convincente y que no sigue unos determinados estándares de calidad, no es porque tengan una hegemonía que mantener, o porque estén a sueldo de una compañía farmacéutica; es porque un ensayo clínico mal hecho no es una prueba objetiva de un tratamiento. Y tampoco es que sea más barato hacer mal un ensayo clínico, es simple y llanamente estúpido o, por supuesto, engañoso, dado que un ensayo clínico realizado sin objetividad dará siempre positivos falsos a favor de la homeopatía.

Por supuesto la medicina tampoco se libra de ensayos clínicos de mala calidad. Pero hay una gran diferencia: en la medicina está muy arraigada la cultura de la autoevaluación crítica. Los médicos han aprendido a distinguir una investigación errónea (como os estoy enseñando yo ahora a vosotros) y los tratamientos nocivos. No hace mucho, el British Medical Journal publicó una lista con los tres estudios más consultados y referenciados del año pasado, que fueron, en orden: los peligros del antiinflamatorio Vioxx, los problemas con el antidepresivo paroxetine y los riesgos de los antidepresivos SSRI en general. Y así es como debe ser.

Los terapeutas alternativos, cuando les sugieres que sus resultados no resultan del todo claros, no se dignan a debatir sanamente sobre el tema, o leer o referenciar tu trabajo; en vez de esto, montan en cólera. Se niegan a responder a tus llamadas e emails. Hacen aspavientos y mascullan palabras pseudocientíficas como «quantum» y «nano», te acusan de esbirro de una conspiración de las grandes empresas farmacéuticas, te amenazan con querellas, gritan «¿qué pasó con la talidomida[3], paladín del método científico?», te insultan, dan conferencias en congresos sobre lo peligroso que eres como doctor, llaman y amenazan a tu empresa, intentan sacar a la luz tus trapos sucios, o directamente te amenazan con violencia física (todo esto me ha pasado a mí, y ya que estoy coleccionando historias para un documental, por favor que no paren).

Volvamos a lo que de verdad importa: ¿qué más podría haber provocado tantos ensayos clínicos positivos falsos? Algo llamado «publicación sesgada». En todos los campos de la ciencia, siempre es más probable que se publique un resultado positivo, porque tienen mayor atractivo, su publicación aporta más al currículum y resultan más amenos de leer y escribir. Y éste es un problema serio en cualquier disciplina científica. La medicina ha intentado abordar este problema exigiendo como requisito previo que se registren los ensayos en una base de datos de ensayos clínicos para que no se puedan esconder los ensayos de resultado negativo y pretender que nunca se han llevado a cabo.

¿Cuál es magnitud de este problema cuando hablamos de la medicina alternativa? Hasta 1995, tan sólo un 1% de todos los artículos publicados en periódicos y revistas de medicina alternativa arrojaban un resultado negativo. La cifra más reciente es de un 5% de resultados negativos. Este porcentaje es ridículo.

Sólo se puede sacar una conclusión: cuando un ensayo clínico da resultado negativo, los terapeutas alternativos, los homeópatas o las compañías de productos homeopáticos no lo publican. Tiene que haber cajones enteros, archivos, discos duros, garajes y almacenes llenos de papeles que nadie ha osado tocar jamás sobre ensayos clínicos homeopáticos que no dieron los resultados que los homeópatas hubieran deseado. Al menos un homeópata de todos los que estén leyendo esto ahora mismo estará escondiendo una carpeta así, llena de papeles con datos decepcionantes, que nunca se publicarán.

También podría tratarse del viejo truco de publicar sólo los tests que hayan dado resultado positivo y desechar el resto, como suelen hacer los homeópatas. Hay una herramienta matemática llamada meta-análisis, en la que se recogen todos los resultados de todos los estudios realizados sobre una materia y se plasman en una larguísima hoja de cálculo, para poder calcular así el resultado más representativo. Cuando se analizan los datos así repetidamente, se desechan los ensayos clínicos que no cumplen las normas y se tiene en cuenta la información sesgada, es fácil llegar a la conclusión de que la homeopatía obtiene los mismos resultados positivos que el placebo.

En mi artículo del Lancet resumí los párrafos anteriores en tres frases, ya que al lector medio del Lancet no hace falta explicarle lo que es un meta-análisis. Pero bueno, y aquí viene lo importante, en el artículo lanzaba al aire la pregunta ¿tiene alguna importancia que la homeopatía no sea mejor que un simple placebo? Quizá les resulte extraño, pero puede ser que no.

Os voy a contar un caso de auténtica conspiración médica contra las terapias alternativas. Durante la epidemia de cólera del s.XIX, el Hospital Homeopático de Londres tenía una tasa de mortalidad tres veces menor que el Hospital de Middlesex. Por supuesto, las pastillas homeopáticas no tienen ningún efecto contra el cólera, pero la razón del éxito de la homeopatía contra la epidemia es aún más interesante que el efecto placebo: por aquel entonces, no existía tratamiento contra el cólera; así, prácticas terribles como la sangría agravaban el daño hecho por el cólera, mientras que los tratamientos homeópatas ni empeoraban ni mejoraban a los enfermos.

De manera parecida, mucha gente acude hoy en día al médico pidiendo cura para males que siguen sin tener tratamiento: dolor de espalda, estrés, fatiga y la mayoría de los resfriados, por ejemplo. Si se despliega todo el arsenal médico existente y se prueban todos los medicamentos, lo único que se conseguirá serán efectos secundarios. En estos casos, una pastilla inocua parece la opción más sensata.

Pero al igual que la homeopatía puede llegar a tener sus ventajas, también puede tener sus efectos secundarios. Recetar un medicamento siempre acarrea una serie de riesgos: medicaliza los problemas, refuerza creencias destructivas sobre la enfermedad y puede fomentar la idea de que una pastilla es la respuesta a un problema social o a una enfermedad leve.

Pero esto también presenta problemas éticos. Antiguamente, hace escasos 50 años, tener tacto consistía en no decirle a tu paciente que padecía de cáncer terminal. Hoy en día los médicos hablan con sus pacientes de manera mucho más honesta y abierta. Cuando un médico de cualquier especialidad receta un medicamento que no es más que un placebo -sin revelar este hecho al paciente-, tiene que cumplir con toda una serie de condiciones imprescindibles: permiso del paciente por escrito y total respeto a su intimidad.

Se podría decir que se está mintiendo al paciente por su bien, y reconozco que es un punto interesante, pero mentir al paciente torpedea la relación entre éste y su médico, y esta relación debe estar basada en la confianza y la honestidad. Por otro lado, si un médico receta píldoras homeopáticas, pero no sabe si tienen o no mejores resultados que un placebo en los ensayos médicos, entonces desconoce totalmente la literatura médica y por lo tanto no tiene competencia para recetarlas. A pesar de que estas cuestiones éticas son interesantísimas, no me he encontrado en mi vida a un homeópata debatiéndolas.

Pero existen otros riesgos; desprestigiar la medicina es una táctica publicitaria común para los homeópatas. Un motivo comercial muy simple está detrás de todo esto: hay datos de estudios que demuestran que una experiencia negativa con la medicina es casi la única razón relacionada con la elección de terapias alternativas. Esto es una explicación, no una excusa. Y no sólo desprestigian la medicina. Un estudio demostró que más de la mitad de los homeópatas consultados desaconsejaban la vacuna trivírica (sarampión, paperas y rubeola) para los hijos de sus pacientes, actuando con una irresponsabilidad absoluta en lo que pronto se dará en llamar el gran engaño de la trivírica[4].

¿Cómo reaccionó el mundo de la terapia alternativa cuando descubrieron que tantos homeópatas estaban torpedeando silenciosamente el programa de vacunación? Pidiendo el despido del responsable del estudio.

Una investigación de la BBC reveló que casi todos los homeópatas consultados recomendaban pastillas homeopáticas sin efecto alguno como protección contra la malaria, sin molestarse en dar consejos básicos sobre prevención de picaduras. Todo muy holístico, muy complementario. ¿Se ha tomado alguna medida contra los homeópatas involucrados? No.

En el peor de los casos, cuando no están ocupados socavando la credibilidad de las campañas de salud pública dejando a sus pacientes expuestos a enfermedades mortales, los homeópatas sin ninguna cualificación médica pueden pasar por alto diagnósticos fatales, o descartarlos conscientemente, diciendo a sus pacientes que dejen de tomar sus inhaladores y que tiren a la basura sus pastillas para el corazón. La Sociedad de Homeópatas está celebrando estos días un simposio sobre el tratamiento del SIDA, con el trabajo, entre otros, de Peter Chappell, un hombre que dice haber encontrado una solución homeopática a la epidemia. Y nosotros mientras reforzamos estas creencias alimentando las fantasías sanadoras de los homeópatas y dejándoles contar todo tipo de patrañas sobre pruebas e indicios.

Y vaya patrañas. De alguna manera inexplicable, un estudio sobre satisfacción del cliente de una determinada clínica homeopática está siendo promocionado a los cuatro vientos como si fuera la prueba fehaciente de unos ensayos clínicos positivos. No me extraña que después nadie entienda la investigación médica. La mayor parte de las veces que uno lee la palabra «ensayo clínico» en un periódico o revista, es algún ensayo clínico fraudulento sobre un aceite de pescado, o algún homeópata llamando la atención sobre algo, y todo esto es debido a que la prensa está más interesada en publicar afirmaciones coloristas sobre cualquier tipo de suceso fabuloso que en publicar los resultados de investigaciones auténticas, cuidadosas, aburridas y laboriosas.

Al bombardearnos sin respiro con sus productos adobados en todo tipo de artificio pseudocientífico, los homeópatas confunden al público sobre lo que significa tener prueba científica de un tratamiento. Peor aún, hacen esto justo cuando el cuerpo académico está esforzándose como nunca en un intento colectivo de hacer partícipe al público de un entendimiento general sobre lo que es en realidad la investigación médica, y justo cuando la mayoría de los médicos serios están haciendo esfuerzos para educar e involucrar a sus pacientes a la hora de elegir entre diferentes tratamientos complicados. Y esto no es ninguna memez, es vital.

Es extraño que cuando resulta mucho más sencillo responder a las críticas que he hecho prestándose a un debate abierto y transparente, los homeópatas sin embargo se cierren en banda, totalmente ajenos a la praxis académica, y que respondan a la crítica razonada poniendo el grito en el cielo con acusaciones de persecución, y con evasivas en vez de razonamientos. La Sociedad de Homeópatas (la mayor organización profesional de Europa, los mismos que organizan la estremecedora conferencia sobre el SIDA) ha amenazado con querellarse contra los bloggers que osen criticarlos. Los cursos sobre homeopatía impartidos en la universidad sobre los que yo y otros colegas nos hemos interesado se han negado en redondo a facilitarnos cualquier tipo de información básica, como qué materias se imparten y cómo se enseñan. Se hace difícil pensar en algo menos saludable en el ámbito académico.

Y todo esto es lo que yo decía, aunque con un lenguaje mucho más formal y académico, en el artículo publicado en el Lancet de hoy. Los homeópatas describen este tipo de opiniones como «ataques», pero creo que ha quedado perfectamente claro lo que pienso, y creo que no es posible calificar toda esta información verídica e innegable como un simple «punto de vista» más sobre la homeopatía.

A veces me despierto generoso y pienso que quizá la homeopatía podría ser útil como placebo, y hasta incluirse en la seguridad social, aunque habría que tener en cuenta los aspectos éticos y todos estos efectos secundarios culturales que he comentado previamente. No puedo evitar pensar así, soy humano y los hechos serán sagrados, pero mi opinión sobre ellos cambia todos los días. Pero cuando en lugar de prestarse a un sano debate, te ponen una querella, o le dicen a la gente que abandone sus tratamientos, matan pacientes, celebran conferencias acerca de fantasías sobre el SIDA, confunden al público sobre el concepto de prueba científica y sobre todo, demuestran que nunca serán capaces de sentarse a discutir con sensatez las cuestiones éticas y culturales a los que su práctica debe hacer frente, entonces pienso: esta gente no son más que un atajo de imbéciles.

Y ahora ya sólo me queda confiar en la homeopatía para que saque de este dilema.


[1] Uno de los diarios médicos más antiguos y prestigiosos del mundo, fundado en 1823, escrito y revisado por la comunidad médica mundial. Se distingue por tomar partido en asuntos polémicos, su crítica a la Organización Mundial de la Salud y su rechazo total a la homeopatía como opción terapéutica.

[2] Medicina basada en evidencia (Evidence-based Medicine (EBM)); manera de abordar los problemas clínicos, utilizando para solucionar éstos los resultados originados en la investigación científica. Más info: http://www.infodoctor.org/rafabravo/torpes.htm.

[3] Talidomida. Droga que fue extensivamente testada en ratas y humanos, hasta que cuando se recetó a embarazadas para combatir imsomnio y vómitos matinales se descubrió que provocaba que los bebés nacieran con defectos congénitos.

[4] Basándose en estudios no publicados en aquel momento, algunos diarios británicos llegaron a publicar durante meses que la vacuna trivírica provocaba cáncer. Posteriormente, cuando estos estudios salieron a la luz, se pudo comprobar que la palabra ‘cáncer’ no aparecía ni una sola vez en ellos.